El viaje del alma



Prócoro Hernández Oropeza
 “Y oí una voz del cielo que decía: Escribe: "Bienaventurados los muertos que de aquí en adelante mueren en el Señor." Apocalipsis 14:13

En la biblia se dice: “Hombre, acuérdate de que polvo eres y que al polvo volverás” (Génesis, Cap. 3, Vers. 19), frase que el sacerdote repetirá cada vez que aplique la ceniza en la frente de cada uno de sus católicos fieles en los llamados miércoles de ceniza, al inicio oficial de la cuaresma. Esta frase nos recuerda que la vida en la Tierra es pasajera y que la vida eterna se encuentra en otros espacios, sea en el cielo, en el treceavo Eón, en el Olimpo, en el Aín. Ese paraíso de donde todas las religiones dicen que venimos, al que alguna vez tendremos que retornar.
Las antiguas tradiciones tenían muy claro este concepto de la vida y afirmaban que esta vida, nuestro cuerpo físico es pasajero, es como un traje que nos prestan para vivir nuevas experiencias en este plano tridimensional. Nuestra alma, nuestra conciencia o esencia, no se sabe desde cuándo salió de ese espacio también llamado el absoluto. Afirman algunos maestros que un día Dios se quiso experimentar y se dividió como en pequeñas gotas de agua, gotas de ese gran océano con libre albedrío y hemos vivido muchas vidas, posiblemente aquí y antes en otros mundos o universos.
El viaje del alma es indescriptible, pero no recordamos esas vidas anteriores. Antes posiblemente fueron sublimes, de luz, de sabiduría y gran intuición; hoy estamos muy limitados con nuestra conciencia fragmentada, de tal suerte que apenas si recordamos algunos momentos de nuestra infancia. Por ignorancia creemos que sólo venimos a vivir esta vida y las religiones nos dicen que si nos portamos bien nos vamos al cielo, de lo contrario al infierno. No tenemos más que estas dos opciones.
En India y en otras culturas antiguos, existían maestros o sacerdotes que podían entrar a estados de conciencia ampliada y podían ver sus vidas pasadas, inclusive vidas futuras. Muchos de los profetas descritos en la Biblia tenían ese don de conexión con seres divinales y podían experimentar esas realidades. Esa conexión se fue perdiendo con el tiempo y ahora sólo muy pocos seres tienen ese poder.
El gran yogui indio llamado Yogananda describe como uno de sus maestros, Lahiri Mahasaya es atraído al Himalaya por su antiguo maestro Mahavatar Babaji. Lahiri Mahasaya (1828-1895) fue destinado a Ranikhet en su trabajo de contable para el gobierno británico. Paseando un día por las colinas sobre Ranikhet, oyó una voz que le llamaba por su nombre, y siguiendo la voz montaña arriba, se encontró con un sadhu (renunciante) «alto, y con una irradiación divina». Se quedó estupefacto al ver que el sadhu conocía su nombre. Le dijo a Lahiri Mahasaya que en vidas pasadas había sido su gurú, y después le inició en la olvidada doctrina del kriyā yoga, y le dio instrucciones para iniciar a otros. Lahiri deseaba permanecer con Mahavatar Babaji, pero éste le pidió que volviese al mundo para enseñar kriya yoga, a fin de que el sadhana (práctica) del kriya se propagase a todas partes del mundo a través de Lahiri Mahasaya y otras personas.
Aunque al principio no lo reconocía, cuando Babaji le muestra la cueva y una piel donde se sentaba a meditar en su vida pasada, Lahiri empieza a recordar esa vida. Ahí recibió de ese maestro una nueva iniciación y por supuesto nueva sabiduría que posteriormente inculcó en sus alumnos.
En estas tradiciones antiguas los yoguis, los grandes maestros sabían muy distinguir entre el camino de la vida y la muerte. Ellos, como conocían de la eternidad, no le temían a la muerte y más bien se preparaban para tener una muerte útil. De hecho, muchos de esos maestros, cuando están listos para partir, les informan a sus alumnos que tal día ellos se irán. Sólo se sientan a meditar y pueden durar, uno, tres o cinco días. El día que ellos marcaron, ese día trascendieron su cuerpo físico, sin miedo, sin dolor y con mucha paz.  Otros más excelsos se llevan incluso su cuerpo físico, como Jesús, aunque este pasó por un proceso doloroso. Doloroso para la humanidad porque Jesús sabía de antemano que ese papel debía representarlo para dejar un mapa de conciencia, un mapa para retornar a casa. El que tenga oídos que escuche, decía.

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