Heródoto, fragmentos de historia
Prócoro Hernández Oropeza
“Tu estado de ánimo es
tu destino.” Heródoto
Heródoto de Halicarnaso es considerado el fundador de la
historia. Aunque no se puede establecer una fecha específica para determinar el
día de nacimiento de Heródoto, se cree que ocurrió en algún punto del año 484
a.C en Halicarnaso, una ciudad griega ubicada en Asia Menor y gobernada por el
Imperio Persa. Era un estudioso y viajero constante, moviéndose de una ciudad a
otro y plasmando en sus observaciones, no sólo la historia, también las
costumbres, la cultura y los valores de los pueblos visitados.
Después de salir de su ciudad natal se decidió a viajar
alrededor del Mar Egeo y el mar Mediterráneo. Conoció ciudades como Susa,
Babilonia, Samos, Egipto, Atenas. En estas visitas escribe su Libro: Las nueve historias. Con
este fin, viajó el mundo conocido con la intención de visitar tantos países
como pudiera y conocer a tanta gente como fuera posible. En sus libros refleja
parte de su filosofía personal y la contrasta con los personajes con los cuales
se relacionó, bien en primer persona o en tercera persona. De sus libros se
desprenden algunos pensamientos sorprendentes como este: “Tu estado de ánimo
determina tu destino”. Cuánto razón habrá que darle. Si mi estado de ánimo es
desastroso, pesimista, negativo, con mis pensamientos, palabras, acciones
estaré diseñando mi futuro; esto lo habían sentenciado antiguos maestros de
Oriente. Si tus pensamientos son divinos, amorosos, compasivos, ese será el
destino que cosecharás. Lo que siembras es lo que cosechas, también lo dijo
Jesús, lo afirmó ante Krishna, Buda.
En uno de los pasajes de sus libros narra otro evento que me
parece fantástico, donde valora la sabiduría de un hombre griego, llamado
Solón. Solón (c. 638 a. C. –558 a. C.) fue un poeta, reformador político,
legislador y estadista ateniense, considerado uno de los Siete Sabios de
Grecia. Gobernó en una época de graves conflictos sociales producto de una
extrema concentración de la riqueza y poder político en manos de los
eupátridas, nobles terratenientes de la región del Ática.
Solón, después de haber compuesto un código de leyes se ausentó
de su patria por diez años. Fue a
visitar al rey Amasis en Egipto, y al rey Creso en Sardes. Este último le
hospedó en su palacio, y al tercer o cuarto día de su llegada dio orden a los
cortesanos para que mostrasen todas las riquezas y preciosidades que se
encontraban en su tesoro. Luego que todas las hubo visto y observado
prolijamente, le dirigió Creso este discurso: —«ateniense, a quien de veras
aprecio, y cuyo nombre ilustre tengo bien conocido por la fama de la sabiduría
y ciencia política, y por lo mucho que has visto y observado, respóndeme, caro
Solón, a la pregunta que voy a dirigirte. Entre tantos hombres, ¿has visto
alguno hasta de ahora completamente dichoso?» Creso hacía esta pregunta porque
se creía el más afortunado del mundo. Pero Solón, enemigo de la lisonja, y que
solamente conocía el lenguaje de la verdad, le respondió: —«Sí, señor, he visto
a un hombre feliz en Tello el ateniense.» Admirado el rey, insta de nuevo. —« ¿Y
por qué motivo juzgas a Tello el más venturoso de todos? —Por dos razones,
señor, le responde Solón; la una, porque floreciendo su patria, vio prosperar a
sus hijos, todos hombres de bien, y crecer a sus nietos en medio de la más
risueña perspectiva; y la otra, porque gozando en el mundo de una dicha
envidiable, le cupo la muerte más gloriosa, cuando en la batalla de Eleusina,
que dieron los atenienses contra los fronterizos, ayudando a los suyos y
poniendo en fuga a los enemigos, murió en el lecho del honor con las armas
victoriosas en la mano, mereciendo que la patria le distinguiese con una sepultura
pública en el mismo sitio en que había muerto.»
Pero Creso no estuvo contento con esa respuesta. Él se
sentía un hombre dicho, pensaba que ese hombre era él, por lo que le volvió a
cuestionar. A quién consideraba, después de Tello, el segundo hombre más feliz.
A lo que Solón le dijo: —«A dos argivos, llamados Cleobis y Biton. Ambos
gozaban en su patria una decente medianía, y eran además hombres robustos y
valientes, que habían obtenido coronas en los juegos y fiestas públicas de los
atletas. También se refiere de ellos, que como en una fiesta que los argivos
hacían a Juno fuese ceremonia legítima el que su madre] hubiese de ser llevada
al templo en un carro tirado de bueyes, y éstos no hubiesen llegado del campo a
la hora precisa, los dos mancebos, no pudiendo esperar más, pusieron bajo del
yugo sus mismos cuellos, y arrastraron el carro en que su madre venía sentada,
por el espacio de cuarenta y cinco estadios, hasta que llegaron al templo con
ella. Como los ciudadanos de Argos, rodeando a los dos jóvenes celebrasen
encarecidamente su resolución, y las ciudadanas llamasen dichosa la madre que
les había dado el ser, ella muy complacida por aquel ejemplo de piedad filial,
y muy ufana con los aplausos, pidió a la diosa Juno delante de su estatua que
se dignase conceder a sus hijos Cleobis y Biton, en premio de haberla honrado
tanto, la mayor gracia que ningún mortal hubiese jamás recibido. Hecha esta
súplica, asistieron los dos al sacrificio y al espléndido banquete, y después
se fueron a dormir en el mismo lugar sagrado, donde les cogió un sueño tan
profundo que nunca más despertaron de él. Los argivos honraron su memoria y
dedicaron sus retratos en Delfos considerándolos como a unos varones
esclarecidos.»
Creso, exclamó conmovido: —« ¿Conque apreciáis en tan poco,
amigo ateniense, la prosperidad que disfruto, que ni siquiera me contáis por
feliz al lado de esos hombres vulgares? —¿Y a mí, replicó Solón, me hacéis esa
pregunta, a mí, que sé muy bien cuán envidiosa es la fortuna, y cuán amiga es
de trastornar los hombres? Al cabo de largo tiempo puede suceder fácilmente que
uno vea lo que no quisiera, y sufra lo que no temía. La vida del hombre ¡oh
Creso! es una serie de calamidades. Sin
duda, Heródoto era un gran observador y un sabio.
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