El solsticio del amor


Prócoro Hernández Oropeza

Estamos arribando a otro solsticio de invierno, a punto de concluir otro año y de cada uno depende cómo lo recibimos, cómo lo vivimos, sea con frío o sin él, en amor o en anti amor, en dulzura o en resquemor. En soledad o en compañía, en luz o en oscuridad.
El solsticio, ya lo sabemos, es el momento del año en que el Sol, en su movimiento aparente, pasa por uno de los puntos de la eclíptica más alejados del ecuador y en el que se da la máxima diferencia de duración entre el día y la noche. El solsticio de invierno marca el principio del invierno; El inicio de las estaciones viene dado, por convenio, por aquellos instantes en que la Tierra se encuentra en unas determinadas posiciones en su órbita alrededor del Sol. En el caso del invierno, esta posición se da en el punto de la eclíptica en el que el Sol alcanza su máxima declinación Sur (-23º 27′) y durante varios días su altura máxima al mediodía no cambia, y por eso, a esta circunstancia se la llama también solsticio (“Sol quieto”) de invierno. Según diversas mitologías antiguas, es cuando el Dios Ra o Dios Sol sale triunfante de su lucha contra la oscuridad. Son tres días en los que queda permanece muerto y resucita, como diversos avatares, Jesucristo entre ellos, al tercer día.
Ese solsticio debemos vivirlo también en nuestro interior, vencer la oscuridad, vencer a nuestros demonios.  Morir, nacer y servir, son las joyas de nuestra Madre divina para convertirnos en un sol radiante, un cristo solar como lo ensenó el maestro Jesús. O bien seguiremos atados a las tentaciones y necesidades que nos crea el virus de la oscuridad y nos quedaríamos en el muro de lamentaciones pregonando como lo que describe el poeta Octavio Paz en su poema Elegía interrumpida:

Pero no hay agua ya, todo está seco,
no sabe el pan, la fruta amarga,
amor domesticado, masticado,
en jaulas de barrotes invisibles
mono onanista y perra amaestrada,
lo que devoras te devora,
tu víctima también es tu verdugo.
Montón de días muertos, arrugados
periódicos, y noches descorchadas
y en el amanecer de párpados hinchados
el gesto con que deshacemos
el nudo corredizo, la corbata,
y ya apagan las luces en la calle
¿saluda al sol, araña, no seas rencorosa?
y más muertos que vivos entramos en la cama.
Es un desierto circular el mundo,
el cielo está cerrado y el infierno vacío.

En un mundo donde no hay amor, está domesticado, encerrado en jaula de barrotes y más muertos que vivos entramos a la cama. O bien cantar y extasiarse de la luz que surge desde nuestro corazón interior y se expande por nuestros ojos, nuestras manos, nuestra voz, en un canto de alegría, de amor de felicidad perene, sin contratiempos ni exclusivismos, ni a cuentagotas.   Cantar como lo hacía el poeta chileno Pablo Neruda en su poema El Sol:

A plena luz de sol sucede el día,
el día sol, el silencioso sello
extendido en los campos del camino.                        

Yo soy un hombre luz, con tanta rosa,
con tanta claridad destinada
que llegaré a morirme de fulgor.

Y no divido el mundo en dos mitades,
en dos esferas negras o amarillas
sino que lo mantengo a plena luz
como una sola uva de topacio.

Hace tiempo, allá lejos,
puse los pies en un país tan claro
que hasta la noche era fosforescente:
sigo oyendo el rumor de aquella luz,
ámbar redondo es todo el cielo:
el azúcar azul sube del mar...
…Y sin poder dormir debo partir…


Si, ser como ese sol que no divide el mundo en dos mitades, en dos esferas negras o amarillas, en la dualidad, sino que me mantengo a plena luz y alumbro con mi propio sol.

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