El caballero Águila III *

Prócoro Hernández Oropeza

Luego de que los tenochacas derrotaran al reino de Atzcapotzalco, Tlacaélel, sumo sacerdote y estratega de la victoria, decidió restaurar el imperio azteca y para ello consagró a Moctezuma, el Flechador del Cielo, como el nuevo emperador. Fue revestido con los símbolos del poder imperial –penacho de plumas de quetzal adornado con diadema de oro y turquesas, largo manto verde y cetro en forma de serpiente emplumada.
Y para consolidar al naciente imperio, Tlacaélel llevó a cabo el restablecimiento de la antigua Orden de los Caballeros Águilas y Caballeros Tigres. Como en toda organización iniciática, para ingresar a ella, los adeptos debían cumplir ciertos requisitos. El primero, haber concluido en forma destacada los estudios que se impartían en instituciones de educación superior; segundo, haber participado en cuando menos tres batallas militares y haber dado muestras de gran valentía y por último tener la aprobación de las autoridades del Calpulli en cuya localidad se habitaba. Estas debían avalar que el adepto mantenía buena conducta y era una persona caracterizada por un manifiesto interés en el bienestar de su comunidad. Aunque existen otras versiones, en el sentido que en su participación en las batallas militares debían capturar a tres o seis prisioneros vivos para luego ser sacrificados, tratándose de una orden iniciática esto no puede ser verdad.
Así como los iniciados que ingresaban en los templos de Egipto, lo caballeros Águilas y Tigres abandonaban sus hogares y se trasladaban a residencias especiales para iniciar su instrucción. Además de formar su cuerpo y su espíritu a través de una rigurosa disciplina, eran instruidos en el nivel más elevado de las antiguas enseñanzas. Se adentraban en los profundos conocimientos de teogonía, matemáticas, astronomía, botánica, lectura e interpretación de códices y otras muchas materias.
La rigurosidad de pruebas y conocimientos y el alto grado de estudios, lo mismo que en todas las escuelas iniciáticas, no todos los adeptos podían sobresalir al final de los cinco años de entrenamiento. Luego debían someterse a otras pruebas tanto militares como de servicio a la comunidad, donde revelaran su capacidad de mando y de conocimientos, entonces los aspirantes eran admitidos como miembros de la Orden, otorgándoles en solemne ceremonia el título de Caballero Tigre, pero al mismo tiempo se les concedía la calidad de aspirante a caballero Águila.
Para obtener el grado de Caballero Águila, debían conquistar la más elevada de las aspiraciones espirituales: la superación del nivel ordinario (obtener una conciencia mayor o extraordinaria) y por consiguiente la obtención de un mayor grado de espiritualidad. A diferencia de lo que muchos autores reducen el papel de Caballero Águila a sus dotes militares, este, mediante un trabajo interior profundo y personal y de una larga ascesis purificadora, debía alcanzar una supremacía espiritual. Al lograrlo, el Caballero Águila habría logrado realizar el ideal contenido en el más venerable símbolo náhuatl: el águila, expresión del espíritu. Esto significaba que había logrado triunfar sobre la serpiente, la representación de la materia y de sus demonios internos o agregados psicológicos.
Como se observa, esta orden, además de formar sus guerreros para las batallas militares también los formaban para la batalla interior, para eliminar a sus demonios internos y triunfar sobre la serpiente. Y como Quetzalcóatl, convertirse en un águila emplumada. Un águila que ha triunfado sobre la serpiente, la tentadora, la que tiene atrapada nuestra esencia. Y como muchos caminos espirituales, los aztecas nos legaron un camino para la trascendencia espiritual y para que con trabajo arduo y consistente, un trabajo interior profundo, algún día nos convirtamos en Caballeros Águilas. *Basado en el libro de Velasco Pina, Antonio: Tlacaéle, el azteca entre los aztecas, Ed. Porrúa, México 2002, además del artículo: Tlacaélel, un sabio poder detrás del trono, por Miguel León-Portilla, publicado en la revista Letras Libre, edición México, Septiembre 2011.

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