Amor propio o vanidad


Prócoro Hernández Oropeza

El amor propio, el amor por uno mismo está emparentado con la vanidad o el orgullo. Quien siente amor propio es diferente a amarse a sí mismo; el primero se refiere a aquella persona que se adora a sí misma, que se cree más bonita, más importante, más buena o justa. Se nutre del alimento egoico del más, lo que hace que esa persona se idolatre con locura.
En el segundo aspecto, amarse así mismo no es enamorarse de los aspectos externos, de su cuerpo o su personalidad; se reconoce que es una esencia divina, un ser de luz y por tanto se ama sin condiciones, al mismo tiempo que ama a otros en las mismas circunstancias. De lo contrario, aquella sentencia bíblica de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo los he amado”, no tendría sentido. Sin esa condición no se pueden alcanzar niveles superiores del amor: el amor desinteresado que da sin pedir nada ni recibir nada en cambio y después el amor incondicional, el Amor que da todo, incluso la propia vida… Un amor especial fraternal, por lo tanto, libre de celosías, envidias, no sentirse mejor que otros.
En respuesta a la pregunta que le hacen a Jesús sobre cuál es el primero de los mandamientos, Jesús responde: «El primero es: “Escucha Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. En estos mandamientos se resumen los ocho posteriores, de tal caso que no existe otro mandamiento mayor que éstos.
El apóstol san Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robarás, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 8-10).
Cuando expresamos amor propio, es el yo quien goza cuando la gente le admira, lo idolatra, lo venera. Es decir, el yo se adorna para que otros le adoren. Por ella la mujer o el hombre se ponen ante el espejo y se adornan lo mejor que pueden, se peinan, se ponen gel, perfume, buena ropa, se pintan y se vanaglorian, con el único afán de quedar bien con el otro o los otros o con la finalidad de que los demás les digan: ¡eres hermosa, eres bella eres divina!
Ante el espejo cada persona revive, le da vida a aquel joven de la mitología griega llamado Narciso. Como todos le decían que era guapo, hermoso, varonil y decenas de epítetos, eso fue sembrando su ego de la vanidad. Como el oráculo le había dicho a su madre que Narciso (de donde se deriva la palabra narcisista) iba a ser una persona muy especial, le prohibió el uso de espejos, pero la gente que le veía se convirtió en su espejo y todos le decían cómo se veía físicamente. El día que vio su rostro en un lago quedó prendido de él, se enamoró de sí mismo, de tal suerte que no se desprendió de su imagen ni de día ni de noche, hasta que murió. Ese mito nos refleja con gran certeza cómo se manifiesta en nosotros el ego del orgullo o vanidad y moriremos como Narciso si nos enamoramos de nuestro cuerpo, de nuestra personalidad. Esa muerte no es física, es la muerte espiritual.
En el amor propio nadie se cree malo, todas las gentes se auto consideran buenas y justas y llega a aborrecer a todo aquel que le hieran el amor propio. Y cuando aborrecemos a alguien si motivo alguno, sencillamente ese alguien está personificando algunos de los errores que cargamos muy escondidos en nuestra psique, se convierten en nuestros verdaderos espejos. La verdad es que los errores que en otros achacamos los llevamos nosotros muy adentro.


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