Pitágoras, Epifanía

Prócoro Hernández Oropeza
Quinta parte
Para Pitágoras el fin de la enseñanza no era absorber al hombre en la contemplación o en éxtasis, los verdaderos iniciados debían volverse mejores en la tierra, más fuertes y mejor preparados para las pruebas de la vida. A la iniciación de la inteligencia debía suceder la de la voluntad, la más difícil de todas. En esta etapa, la cuarta o Epifanía, el discípulo debería hacer descender a la verdad en las profundidades de su Ser y encausarla en la práctica de la vida.
Para lograr esta etapa, Pitágoras prescribía la reunión de tres perfecciones: Realizar la verdad en la inteligencia, la virtud en el alma y la pureza en el cuerpo. Ponía énfasis en el cuerpo mediante una sabia higiene y una continencia mesurada para mantener la fuerza corporal. Esto debido a que todo exceso del cuerpo deja una traza y una mancha en el cuerpo astral, organismo vivo del alma, y por consiguiente del espíritu. Se precisa que el cuerpo esté sano para que el alma lo esté. Esto significa cuidar alimentos y el uso sabio de la energía sexual, por ello uno de los requisitos para la disciplina de los adeptos es la castidad o celibato, pero trabajada científicamente.
En cuanto al alma, iluminada por la inteligencia, debía adquirir el valor, la abnegación y la fe, en una palabra la virtud y con ella forjar una segunda naturaleza que sustituya a la primera. En cuanto a la primera, la inteligencia, es necesario que el intelecto alcance la sabiduría por la ciencia, de tal modo que sepa distinguir el bien del mal y ver a Dios en el más pequeño de los seres como el conjunto del mundo. En suma, es un practicante de las virtudes y conectado con lo que en India llaman el manas superior o la inteligencia superior, conectada o proveniente de su real Ser. Esto, sin duda, tiene relación con la carta siete del tarot Egipcio, El carro del Triunfo, cuyo axioma sostiene: “Cuando la ciencia entre a tu corazón y la sabiduría sea dulce a tu alma, pide y te será dado.” Es el nivel al que han llegado los adeptos: la Epifanía.
A esta altura, el hombre es un adepto y, si posee una energía suficiente, entra en posesión de facultades y de poderes nuevos. Los sentidos internos del alma se abren, la voluntad irradia en los demás. Su magnetismo corporal penetrado por los efluvios del su alma, electrizado por su voluntad adquiere un poder aparentemente milagroso. Puede curar enfermos por la imposición de sus manos, penetrar con su mirada en los pensamientos de los hombres; en estado de vigilia logra ver acontecimientos que se producen a larga distancia.
En síntesis, el adepto se siente como rodeado y protegido por seres invisibles, superiores y luminosos, que le prestan su fuerza y le ayudan en su misión. Estos son los que se transforman en hombres verdaderos y dejan de ser simples máquinas humanas o humanoides. Es ese hombre que Diógenes, con lámpara en mano, buscaba en plena luz del día por las calles de Grecia o aquel súper hombre del que habló Friedrich Nietzsche. En la Epifanía, Pitágoras enseñaba a sus fieles aplicar su doctrina a la vida y les daba profundas y regeneradoras lecciones sobre las ilusiones y las pasajeras cosas terrestres. De ahí que el Teósofo iniciado realiza la verdad en la trinidad de su ser: Espíritu, alma y Cuerpo y en la unidad de su voluntad. Desde esa perspectiva distingue entre el bien y el mal. El mal es lo que hace descender al hombre hacia la fatalidad de la materia, mientras que el bien lo hace subir hacia la ley divina del espíritu, hacia su progresión espiritual y finalmente a su autorrealización o iluminación. Este es el más alto grado del ideal humano, es el hombre que posee el poder de la inteligencia sobre el alma y sobre el instinto, tiene el poder de la voluntad, el dominio y posesión de todas sus facultades y ha realizado la unidad en la trinidad humana. Son los adeptos, grandes iniciados, hombres primordiales, son los budas o Cristos, un anhelo al que todos debemos llegar algún día. (Continuará)

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