La catástrofe o la esperanza

Prócoro Hernández Oropeza
Para los estudiosos de los asuntos esotéricos o de índole espiritual, esta realidad en la que vivimos es sólo una ilusión. Una ilusión proyectada por las limitaciones de nuestros cinco sentidos. Todo lo que vemos, escuchamos, palpamos o sentimos, degustamos y oímos es, para la mayoría de las personas de este planeta, la realidad. Es verdad, pero sólo una parte de verdad.
A esta parte de verdad, los sociólogos y otros tratadistas le denominan el imaginario colectivo. Este imaginario está formado por los mundos posibles en los cuales nos movemos desenvolvemos; son todas aquellas imágenes, ideas, programas, creencias, valores y comportamientos mediante las cuales vamos construyendo nuestra realidad. En ese imaginario también se ubican nuestros deseos más profundos, insatisfacciones, apetencias, temores, utopías, pasiones, querencias, odios, fobias, ilusiones y desatinos.
Imaginario, del latín imaginarius, connota la significación de aparente, ilusorio y ese imaginario se va formando con la suma de memorias individuales, que se van enlazando para dar lugar a nuestra historia local, nuestra “intrahistoria”. La infancia, las fiestas, los deportes, las costumbres, las casas y las calles… son aspectos de nuestra vida cotidiana que van formando nuestra identidad. De ahí que el Imaginario colectivo se defina como el conjunto de mitos, formas, símbolos, tipos, motivos o figuras que existen en una sociedad en un momento dado. El imaginario colectivo es también la mente social colectiva, que es alimentada por las proyecciones de los medios de comunicación, tales como cine, radio, televisión, internet y todos los instrumentos de transmisión ideológica.
Ese imaginario colectivo nos moldea, nos hace creer en que todo lo nos rodea es nuestra única verdad. Mamamos esa verdad desde pequeños de tal suerte que pensamos nada hay más allá de estos paradigmas. Y a través de cuentos, novelas, cine nos construyen mundos posibles en lo futuro. De ellos, la mayoría son pesimistas, catastróficos, muy escasos los que nos pintan un paraíso, una sociedad armónica, idílica. Si acaso las religiones, con muchas limitaciones o distorsiones nos hablan de esos paraísos, pero como algo inalcanzables por el momento.
Si observamos las tendencias cinematográficas, que son una fuente rica en la creación de imaginarios, a veinte, treinta o más años nos pintan escenarios apocalípticos, con sistemas corrompidos, países desbastados por las guerras, invadidos por extraterrestres o gobernados por potencias galácticas. Filmes donde sólo sobreviven los más fuertes y la cuestión espiritual está ausente o donde Dios no hace falta, pues ha sido sustituido por la tecnología y los genios cibernéticos, máquinas robóticas. Estas tendencias, que forman parte de ese imaginario colectivo, generan sin duda un fatal pesimismo, cancelan toda posibilidad de esperanza para encontrar esa arcadia perdida, el paraíso original.
Esa memoria colectiva es alimentada por mentes que maquinan para que la gente siga dormida, pensando que esta vida y sus circunstancias son la única verdad. Que el sufrimiento, los dramas de dolor y desamor son partes consustanciales de nuestro destino. Y esto es cierto si lo asumimos como verdad. Si creemos en todos esos cuentos realmente llegaremos a experimentar esas realidades apocalípticas. Hay otra verdad que puede trascender ese imaginario colectivo y ella está en nuestro interior. Y sólo con los sentidos sutiles de nuestro espíritu podemos acceder a otras realidades. Entender que lo que vivimos ahora es sólo un recuerdo; estamos recordando el camino a casa. Y a través de esos sentidos podemos platicar con los dioses de la creación y comprender que podemos cambiar nuestro destino y el de la humanidad; sino el de la humanidad, ahora, cuando menos el nuestro y retornar en otra vida con más conocimiento y sabiduría para encontrar esa arcadia, el edén perdido.

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