Somos la eternidad

Prócoro Hernández Oropeza
Cada pueblo/nación posee un bagaje rico en cultura, costumbres, idiomas y dialectos, creencias, fiestas, rituales, simbolismos y tradiciones. Y en el fondo todos se creen únicos, inigualables, insustituibles y excelsos. Sin embargo cada uno es lo que es, con sus propias limitaciones y fortalezas. Todos somos uno a los ojos de dios, todos emanamos de su linaje y nadie es mejor que otro.
Pero como nacemos en un país, limitados por fronteras, idiomas, valores, programas sociales, creencias y cultura hemos adquirido una personalidad que se ha revestido de todos esos ropajes ideológicos y pensamos que eso somos: mexicanos, americanos, indios, chilenos, españoles, ingleses, alemanes o franceses. Con tales revestimientos pensamos que somos mejor que el otro; como mexicanos nos ufanamos de ser más valientes, cultos o educados o ricos que otros países. Lo mismo piensan los de otras naciones, de tal forma que por el orgullo nacional o por nuestras creencias generamos guerras o conflictos entre hermanos.
Inclusive entre paisanos nos discriminamos. En Estados Unidos y en otros países del orbe, hasta el siglo pasado se dejó de considerar a la raza negra como seres inferiores. Cuando los españoles conquistaron las tierras precolombinas y se toparon con una nueva raza que adoraba a dioses distintos, pensaban que los indios no tenían alma. Aunque en el fondo eran a los mismos dioses que ellos veneraban, sólo que con otros nombres y rituales.
México es un país con una gran riqueza de culturas, dialectos y tradiciones y también existe la discriminación hacia nuestros indios, aquellas razas que aún conservan sus antiguas tradiciones. Se les discrimina porque no piensan igual que los mexicanos que vestimos de otra manera, pensamos diferente, vivimos en otras realidades. Se ha preguntado ¿quién discrimina? Es esa parte llamada orgullo, un ego que se cree mejor que otros, un ego arrogante, criticón y vanidoso.
Hace unos años visité la sierra de Chihuahua, un hermoso lugar en las alturas, con cielo límpido, puro y un majestuoso cañon, el cañón de Urique. Ahí habitan los rarámuri, mejor conocidos como tarahumaras. A ellos no les gusta ese nombre; ellos son rarámuris. Y es que rarámuri significa hombres de pies alados; son un pueblo simplemente increíble: han conservado sus viejas tradiciones y estilo de vida y habitan en cuevas y montañas de la impresionante sierra de Chihuahua.
Una noche de luna llena, empecé a oir gritos y silbidos en el cañón de Urique. justamente abajo del hotel, a unos 500 metros, al amparo de un gran peñasco, se encontraba la vivienda de una familia de rarámuris. Pronto el ambiente se convirtió en una gran fiesta con música, risas y cantos. Esta escena me inspiró para escribir el siguiente poema:
Los rarámuri

Hay fiesta bajo el cañón.
Los hombres cantan y ríen,
el cielo lo contempla todo.
La alegría del Rarámuri se esparce entre los árboles;
hieren al silencio con perdigones de júbilo.

Hay fiesta bajo el cañón.
Nubes impertinentes desafían a la luna:
sus rayos escapan por cañadas,
se escurren entre barrancos
como serpientes de plata.

Hay fiesta bajo el cañón.
Baila el águila con el viento,
baila el colibrí en los pechos de una flor,
bailan mariposas en la garganta del indio;
baila el árbol del sueño y el dolor.

Cada nación posee sus riquezas, sus identidades y es hermoso asumirlas, pero sin dejarnos llevar por la pasión, el orgullo, el nacionalismo. Debemos respetarlas porque aquí nos tocó nacer, con esas caretas, ropajes ideológicos o identidades. Si sabemos que como esencia, como espíritu somos eternos, entonces debemos pensar que hemos nacido en diferentes partes de este planeta y posiblemente de otros mundos, distintos universos. Tal vez hemos nacido como chinos, indios, africanos, japoneses, no lo sabemos… quizá algún día lo sabremos.

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