Necesidad del reconocimiento
Prócoro Hernández Oropeza
Un domingo, hace tiempo, vivía cerca de una iglesia católica. Eran las ocho de la mañana y sonaron las campanas para anunciar la misa matutina: yo me encontraba meditando. No acudo a las iglesias, salvo cuando se trata de la misa por alguno familiar o conocido, sea por matrimonio, bautizo o fallecimiento. En ese estado meditativo, una voz interna me instó a ir a la iglesia.
Paré la meditación y justamente cuando arribé a la iglesia el sacerdote hablaba de un fraile peruano de la orden de los dominicos, San Martín de Porres, conocido también como "el santo de la escoba" por ser representado con una escoba en la mano como símbolo de su humildad. El cura narraba que en cierta ocasión se le presentó un ángel y después de saludarlo y decirle que en premio a su entrega a la obra de Dios, venía de su parte para darle un reconocimiento especial. El fraile se sorprendió por tal mensaje y de inmediato le replicó al supuesto ángel: “Tú no eres un ángel ni eres enviado por Dios Padre. Él no da reconocimientos, así que vete a dar lata a otro lado”.
Aquellas palabras del fraile fueron como un mensaje destinado a mí. En ese tiempo buscaba tener reconocimiento por mis acciones que yo apreciaba como virtuosas; entonces entendí que quien se dedica a las obras de Dios o simplemente a ser expresión de las virtudes, del amor y la compasión, o ponerse a su servicio como lo hacía el fraile no espera que Dios venga o mande a sus ángeles a otorgarles un diploma o algo por el estilo. Ese es un trabajo interno, de servicio, amor, compromiso y respeto a todos quienes le rodean.
Cuando alguien se desvive por los reconocimientos y halagos es porque esa es una necesidad infantil enraizada. Los niños requieren de los reconocimientos o elogios por sus logros positivos; estos son necesarios para que vaya discriminando entre las acciones positivas y negativas y reforzando así mismo su auto estima. Cuando alguien la persigue de adulto es porque mantiene una baja auto estima. El ego del orgullo requiere reconocimientos porque de eso vive, de la vanidad y la ilusión de una falsa valía. Ese patrón acaba llevando a la persona al sufrimiento, pues su bienestar va a depender de la apreciación de terceros: del jefe, los padres, los amigos, familia…
Depender del placer que provoca el elogio, atención o reconocimiento genera una falsa satisfacción, de tal forma que cuando no se presentan viene el sufrimiento. Lo interesante es saber que cada uno debe dar lo mejor de sí mismo en cualquier esfera de acción, sin esperar nada, sólo disfrutando lo que hace momento a momento. Llegar a este nivel de comprensión es renunciar al fruto de sus acciones y ser congruente con aquella frase medular de esa grandiosa oración dada por Jesús, El Padre Nuestro. “Hágase Señor tu voluntad (No la mía), así en el cielo como en la tierra”.
En el Bagavad Gita, Krishna le refirió lo mismo a su discípulo Arjuna, a quien le pidió que renunciara al fruto de sus acciones, porque al hacerlo ya no complace a sus egos, sino a Dios; se convierte en un instrumento al servicio del gran Padre/Madre. En ese estado, la persona ya no tiene apegos ni al contento ni al sufrimiento. Ese desapego lo mantiene en un estado devocional y de felicidad permanente, tanto en las buenas como en las malas.
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