Leer aunque sea una línea

Prócoro Hernández Oropeza
La lectura, los libros son indispensables, no sólo para enriquecer el intelecto, sino también lo más sublime del alma. Esa alma que pide respuestas, que busca encontrar su mismidad, su razón de ser, su misión y su futuro. Excelente que Guadalajara se haya convertido en un escenario importante a nivel internacional para promover la lectura, la adquisición de libros, pero sobre todo el contacto con quienes son el alma de esos instrumentos maravillosos de la cultura y de la razón humana: los escritores. Me refiero a la Feria Internacional del Libro (FIL).
Qué triste y contradictorio a la vez, saber también que en nuestro país pocos mexicanos tienen el hábito de la lectura. Según reporta el portal de la Fil, México es un país donde el índice de lectura es bajísimo, con lo que se pudiera concluir que la literatura no interesa. O al menos, no tanto como debería. Se estima que de una lista de 108 naciones de la UNESCO, México ocupa el penúltimo lugar en cuanto a índice de lectura. Como promedio, los mexicanos leen 2.8 libros al año, y sólo un 2% de la población tiene como hábito permanente la lectura (en España, por ejemplo, se leen 7.5 libros al año y en Alemania 12). Además, en México sólo existe una biblioteca por cada 15.000 habitantes y una librería por cada 200.000, según la Encuesta nacional de Lectura.
El libro, pese a los malos augurios, sostienen los optimistas como Vargas Llosa y otros intelectuales y escritores que asisten a la Fil, seguirá subsistiendo, pese a estos índices bajos de lectura, pero sobre todo a la aparición de instrumentos novedosos de la tecnología como el internet, los Ipad, Ipods, audio libros y más inventos que irán apareciendo muy pronto.
Esto de la desaparición de los libros ha sido motivo de ensayos y novelas, como Fahrenheit 451, escrita en 1953 por Ray Bradbury. En ella describe a una sociedad gobernada por una élite que ha proscrito el libro por cuestiones moralidad y amor al prójimo. Se supone que esa sociedad había alcanzado una aparente felicidad y los libros no encajaban en esa felicidad. Al contrario la contaminaban y los hacían sufrir.
Algo semejante retrata el escritor italiano y semiólogo, Umberto Eco en su novela “El nombre de la rosa”. En ella se describe la muerte misteriosa de algunos monjes que habitaban en una abadía de los Apeninos ligures italianos. Ambientada en el turbulento ambiente religioso del siglo XIV, la novela narra la investigación que realizan fray Guillermo de Baskerville y su pupilo Adso de Melk alrededor de esa misteriosa serie de crímenes. La mayoría morían envenados debido a que tuvieron contacto con un libro de Aristóteles: La poética. Como era considerado blasfemo por el guardián de la biblioteca de esa abadía, Jorge de Burgos, lo tenía en un área restringida donde se supone guardaba libros blasfemos. Aquel que llegaba a tocarlo moría envenenado porque dicho guardián puso veneno en las hojas.
En la vida real, muchos gobiernos totalitarios han quemado libros que consideran peligrosos para el sistema, tal como sucedió en la Edad media, en la Alemania fascista o en los países que padecieron el comunismo. A pesar de todo y de los bajos niveles de lectores, los libros seguirán en los estantes; no desaparecerán. El escritor peruano Mario Vargas Llosa sostiene que el libro no desaparecerá, a pesar de un público reducido y casi “clandestino”.
Ante este panorama no queda más que fomentar la lectura, el amor a los libros y hacer como lo practicaban los romanos y los griegos; esto es, vincular la lectura a la lista de actividades cotidianas y convertir así el pasatiempo en el sano ejercicio de leer. Acuñar en nuestra psique, como lo hicieron los romanos esta frase: “Nulla diez sine línea” (ni un día sin [leer] una línea); aunque sea una sola línea.

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