Entre Muertos y retornos

Prócoro Hernández Oropeza
En mi tierra, Tlaxcala, la celebración de los “Santos difuntos”, que no todos son santos, es muy interesante y expresiva. El día primero se esparcen flores desde el camino hasta el altar que se dispone a los “Santos Inocentes”, los que murieron a edad temprana. El altar, colocado en la sala principal, además de las fotos de los difuntos, lleva frutas, atole, tamales, calaveritas de azúcar, flores, el famoso pan de muertos, sin faltar el dulce de calabaza o camote. El incienso de copal impregna la sala con ese olor que nos remite a la muerte y a lo místico.
Por lo regular cada familia tiene su horno para cocer su pan, especialmente para estos días de difuntos. Desde tres días antes, los familiares ya amigos se reúnen para encender el horno, preparar la masa y empezar a cocer los primeros panes. Son de dos tipos: de sal o de azúcar, a los primeros se les llama pambazos y a los segundos, hojaldras, adornadas con cuatro bolitas entrecruzadas por unos delgados hilos de masa y aderezados con ajonjolí.
Durante la elaboración de los panes y en esos días previos a la celebración de esta festividad, que viene de más allá de la conquista de los españoles, la gente hace comentarios, anécdotas y leyendas sobre la muerte. Que a don Nicolás se le apareció la muerte en la antigua ex hacienda de Zavala. Era de noche y Don Nicolás venía en su caballo cuando le salió de pronto la calaca y lo encaró. Pero como don Nicolás siempre traía su fusca, ni tardo ni perezoso le dijo que lo dejara en paz porque con un tiro le deshacía la calavera. Leyendas o cuentos como este, nos ponían los pelos de punta debido a que éramos pequeños. Y si por alguna razón pasábamos por algún sitio donde se presumía se había aparecido la muerte o la llorona, había que correr o darle la vuelta, sobre todo de noche.
La celebración continúa el día dos que se festeja a los difuntos mayores. Además del pan y la fruta, se le agregan los gustos personales del fallecido, como el vino que tomaba o pulque, cigarros, entre otras parafernalias. Después de medio día los familiares acuden al panteón a limpiar la tumba y a colocarles ramos de flores, de preferencia, esas flores amarillas y aromáticas llamadas flor de muerto o Cempasúchil.
A mí me intrigaban ciertas dudas sobre estos difuntos. Por ejemplo: ¿A qué venían si ya estaban muertos? Mi abuelita Ángela me decía que venían a proveerse de alimento para todo el año. Yo, incrédulo a mi temprana edad, le cuestionaba: ¿A poco esto que se le ponen en el altar les alcanza para todo ese tiempo? La abuela me respondía que tenían la boca pequeña y con eso era suficiente. También me aconsejaba que si tenía un perro negro, lo tratara bien, porque ese nos ayudaría a cruzar ríos de espina y de sangre cuando llegase a moriri.
Esta fue mi cultura sobre la muerte en mis primeros años de vida. Una cultura de respeto y de veneración a esos seres que se fueron antes a no sobemos donde; unos posiblemente al cielo y otros al infierno, se afirmaba. Nunca se nos dijo que en realidad parte de nosotros nunca muere, sólo dejamos un cuerpo, una vestidura y al morir nuestra esencia o chispa divina se dirige a otros espacios de luz y retornaremos nuevamente. Se nos dará otro cuerpo para vivir nuevas experiencias y así hasta en tanto no recordemos a qué venimos, quiénes somos en realidad. Pero sobre todo que venimos a encarnar nuestro Cristo interno y a recuperar nuestra divinidad, a ser la expresión del Dios viviente en nuestro interior. A ser como dios es, amar como dios ama, a vivir como Dios vive. Los festejos del día de muertos o de Halloween sólo son reflejos, pálidos reflejos de misterios ancestrales que nos recuerdan nuestra verdadera esencia nuestra eternidad. Somos más que este cuerpo o envoltorio.


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