Serenidad y dominio
Prócoro Hernández Oropeza
En esta dualidad en que vivimos es difícil desapegarnos de los halagos o de los improperios. Si alguien nos prodiga alabanzas, algo en nosotros se siente contento. Si al contrario, una persona fustiga contra mí, me ofende o me juzga, ese otro se enfurece. Si es halago el orgullo se ve robustecido; el ego de la vanidad necesita que le estén diciendo cosas bonitas, frases que le recuerden que es una persona valiosa, importante, capaz, triunfadora. Sin estos apapachos no puede vivir y se siente mal cuando ese ego percibe que no le reconocen su valía, sus talentos. Su autoestima depende de lo que otros se lo reafirmen.
Lo mismo sucede cuando una persona nos ofende o cuestiona nuestra identidad de bueno, valioso, hermoso, inteligente. Aparece el ego de la vanidad, asociado con el ego de la ira y los dos se unen en mancuerna para fustigar o cuestionar o hasta golpear a quien le está ofendiendo o descalificando sus atributos.
Confundimos nuestra verdadera identidad con nuestra personalidad, con las distintas máscaras que nos ponemos para asumir nuestras diversas identidades o roles. Esas identidades, como por ejemplo el rol de padre o madre, revisten una serie de características o patrones de conducta que nos definen hacia nosotros mismos y las proyectamos a los demás.
En esa personalidad se reflejan todas nuestras creencias y patrones de conducta y nos identificamos con ellas, pensando que eso somos. Esa personalidad limitada por nuestros defectos psicológicos, por los egos de la ira, los celos, el miedo, la lujuria, tristeza, sufrimiento, desamor, vanidad, pereza, gula, envidia, codicia. Por ello nuestra autoestima va a depender de la forma en que nos identificamos de estos defectos. Entre mayor sea el número de defectos que gobiernen nuestra personalidad esa será la calidad de nuestra auto estima.
Así que nuestra auto estima va a depender de los condicionamientos externos, de nuestra identificación o desidentificación con esos eventos externos. No depende de nuestra esencia real, o verdadera identidad, que es felicidad, amor, sabiduría y verdad. Va a depender de los altibajos de nuestras emociones, de la calidad de nuestros pensamientos.
Cuando ya no me identifico con mis pensamientos, emociones y acciones, sobre todo las que provienen de mis defectos psicológicos, entonces ya nada me afectará. Podré ver el mundo pasar, con sus altibajos, desencuentros, algarabías y pasiones sin que nada me afecte. Podré ser como el discípulo del cuento que transcribo abajo. A ese nada le arredra, indiferente como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
SÉ COMO UN MUERTO
Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
--Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
--¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
--Nada dijeron.
--En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
--¿Qué te han respondido los muertos?
--De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
--Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
*El Maestro dice: Quien hoy te halaga, mañana te puede insultar y quien hoy te insulta, mañana te puede halagar. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos. Permanece en ti mismo más allá de unos y de otros.
En esta dualidad en que vivimos es difícil desapegarnos de los halagos o de los improperios. Si alguien nos prodiga alabanzas, algo en nosotros se siente contento. Si al contrario, una persona fustiga contra mí, me ofende o me juzga, ese otro se enfurece. Si es halago el orgullo se ve robustecido; el ego de la vanidad necesita que le estén diciendo cosas bonitas, frases que le recuerden que es una persona valiosa, importante, capaz, triunfadora. Sin estos apapachos no puede vivir y se siente mal cuando ese ego percibe que no le reconocen su valía, sus talentos. Su autoestima depende de lo que otros se lo reafirmen.
Lo mismo sucede cuando una persona nos ofende o cuestiona nuestra identidad de bueno, valioso, hermoso, inteligente. Aparece el ego de la vanidad, asociado con el ego de la ira y los dos se unen en mancuerna para fustigar o cuestionar o hasta golpear a quien le está ofendiendo o descalificando sus atributos.
Confundimos nuestra verdadera identidad con nuestra personalidad, con las distintas máscaras que nos ponemos para asumir nuestras diversas identidades o roles. Esas identidades, como por ejemplo el rol de padre o madre, revisten una serie de características o patrones de conducta que nos definen hacia nosotros mismos y las proyectamos a los demás.
En esa personalidad se reflejan todas nuestras creencias y patrones de conducta y nos identificamos con ellas, pensando que eso somos. Esa personalidad limitada por nuestros defectos psicológicos, por los egos de la ira, los celos, el miedo, la lujuria, tristeza, sufrimiento, desamor, vanidad, pereza, gula, envidia, codicia. Por ello nuestra autoestima va a depender de la forma en que nos identificamos de estos defectos. Entre mayor sea el número de defectos que gobiernen nuestra personalidad esa será la calidad de nuestra auto estima.
Así que nuestra auto estima va a depender de los condicionamientos externos, de nuestra identificación o desidentificación con esos eventos externos. No depende de nuestra esencia real, o verdadera identidad, que es felicidad, amor, sabiduría y verdad. Va a depender de los altibajos de nuestras emociones, de la calidad de nuestros pensamientos.
Cuando ya no me identifico con mis pensamientos, emociones y acciones, sobre todo las que provienen de mis defectos psicológicos, entonces ya nada me afectará. Podré ver el mundo pasar, con sus altibajos, desencuentros, algarabías y pasiones sin que nada me afecte. Podré ser como el discípulo del cuento que transcribo abajo. A ese nada le arredra, indiferente como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
SÉ COMO UN MUERTO
Era un venerable maestro. En sus ojos había un reconfortante destello de paz permanente. Sólo tenía un discípulo, al que paulatinamente iba impartiendo la enseñanza mística. El cielo se había teñido de una hermosa tonalidad de naranja-oro, cuando el maestro se dirigió al discípulo y le ordenó:
--Querido mío, mi muy querido, acércate al cementerio y, una vez allí, con toda la fuerza de tus pulmones, comienza a gritar toda clase de halagos a los muertos.
El discípulo caminó hasta un cementerio cercano. El silencio era sobrecogedor. Quebró la apacible atmósfera del lugar gritando toda clase de elogios a los muertos. Después regresó junto a su maestro.
--¿Qué te respondieron los muertos? -preguntó el maestro.
--Nada dijeron.
--En ese caso, mi muy querido amigo, vuelve al cementerio y lanza toda suerte de insultos a los muertos.
El discípulo regresó hasta el silente cementerio. A pleno pulmón, comenzó a soltar toda clase de improperios contra los muertos. Después de unos minutos, volvió junto al maestro, que le preguntó al instante:
--¿Qué te han respondido los muertos?
--De nuevo nada dijeron -repuso el discípulo.
Y el maestro concluyó:
--Así debes ser tú: indiferente, como un muerto, a los halagos y a los insultos de los otros.
*El Maestro dice: Quien hoy te halaga, mañana te puede insultar y quien hoy te insulta, mañana te puede halagar. No seas como una hoja a merced del viento de los halagos e insultos. Permanece en ti mismo más allá de unos y de otros.
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