Reflexiones
cotidianas
La verdadera pasión
Prócoro Hernández Oropeza
La semana Santa reviste múltiples significados, tantos como
se le quiera ver. Para unos es un excelente periodo vacacional, otros un
descanso del estresante trabajo, en aquellos un espacio para meditar y
reflexionar en la vida. La mayoría, quizá, lo ve como un tiempo para celebrar o
recordar la pasión y muerte de Jesús. La palabra celebrar es demasiado fuerte
para calificar un hecho que aún llena de vergüenza a la humanidad: el
sacrificio de un maestro iluminado.
El sacrificio de maestros ha sido constante a lo largo de la
historia de la humanidad, en diferentes épocas y contextos. Maestros que
lograron tener acceso a la sabiduría universal, sea porque ya habían trabajado
en vidas anteriores o porqué se conectaron internamente con esa sabiduría
interior que está en todos nosotros, pero a la que no tenemos acceso porque
estamos dormidos, desconectados de ella. Jesús fue uno de esos grandes avatares
que trajo las buenas nuevas y fue crucificado, como se han asesinado a otros
maestros y mensajeros de la divinidad.
Maestros como Jesús, venían plenamente conscientes de su
misión, otros, después de muchas vidas de trabajo espiritual, comprendieron su
misión y cumplieron su papel de avatares o mensajeros de una divinidad superior
o Dios. El mismo Jesús lo dijo en S. Lucas 4-24, “En verdad os digo que ningún
profeta es persona grata en su pueblo”. Esto lo afirmó después que retornó del
desierto, luego de una meditación por cuarenta días. En ella, además de las
tentaciones a que fue tentado por el diablo, también le fue revelada su misión
de predicar la palabra de Dios y al mismo tiempo su suerte, es decir la forma
en que sería sacrificado.
En Mateo 16-21 les anunció a sus apóstoles que debía ir a
Jerusalén y padecer mucho de parte de de los ancianos, de los principales
sacerdotes y de los escribas; ser muerto y resucitar al tercer día. Justamente
días antes de su muerte, precisamente cuando se dirigió a Israel, pidió a sus
apóstoles que le consiguieran una asna y un pollino. Sus discípulos no
comprendieron esta metáfora, pero
consiguieron lo que Jesús pidió, así que montado en la asna se dispuso a
entrar a la ciudad, siendo venerado por las multitudes.
En realidad ese acto no fue más que parte del trabajo
espiritual que debemos realizar si queremos trascender. El asno representa a
esa mente burra que nos gobierna y al entrar montado en ella, significaba que
Jesús la había vencido, venció el miedo y se iba a entregar para su
crucifixión. Quien logra dominar su mente y la convierte en su fiel servidora
se convierte en un gran maestro. Ya no se identifica con nada, ni con los
contentos ni con las aversiones, está libre de los actos fruitivos o de los
placeres y por consiguiente de los sentidos y es uno con todo.
La muerte en la cruz y todo el calvario que se representa en
Semana Santa no es más que una cartografía que Jesús legó para nuestro propio
renacimiento. A su lado también crucificaron a dos ladrones, esos representan a
los ladrones que nos roban nuestra energía: miedo, ira, lujuria, orgullo,
codicia, avaricia, gula y pereza.
Ir a la muerte es una
de las tres joyas que Jesús aportó a la humanidad para purificarnos. Ir a la
cruz significa la muerte día a día de esa multiplicidad de egos o demonios que
gobiernan nuestra psique, nuestra voluntad. La segunda joya es el renacimiento
o la construcción de nuestros cuerpos de luz o cuerpos de oro mediante el
manejo sabio de nuestras energías y la tercera joya es el servicio a Dios, el
servicio a nuestro Dios interno. Esto implica ser una persona virtuosa, la
expresión de la sabiduría interna, del amor y de nuestra grandeza divina.
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