El camino de la perfección o de la verdad


Prócoro Hernández Oropeza
Muchos buscamos la perfección o la sabiduría para poder trascender esta dualidad de sufrimiento y felicidad, dolor y placer, miedo y valentía. En el mundo existen muchas sendas, unas cortas otras largas, unas sencillas, otras complejas. Realmente quien lo hace sencillo o complejo somos nosotros, nuestra mente limitada que impone muchos obstáculos o complicaciones para encontrar la verdad. Dicen los maestros que cuando el alumno está listo, esa verdad y su maestro llegan para aportarle la luz de su camino.
La perfección es la encarnación de la sabiduría, ese cúmulo de experiencias y conocimientos que nos conectan con la verdad, esa verdad que procede de tu interior y no contaminada por la mente y las emociones impuras. Para llegar a ese estado se requiere de mucho trabajo interior, rectos esfuerzos y padecimientos voluntarios. Sin esos requisitos la perfección para que el hombre se convierta en un verdadero hombre será imposible.
Krishna le dice a su discípulo Arjuna: “De muchos miles de hombres, puede que uno se esfuerce por la perfección, y de aquellos que han logrado la perfección, difícilmente uno me conoce de verdad”. Son casi las mismas palabras que dos mil quinientos años después Jesús Señalaría: “De mil que me buscan, uno me encuentra, de mil que me encuentra, uno me sigue, de mil que me siguen, uno es mío”.
Como vemos no todos estamos listos para iniciar este camino de la perfección, pese a que varios maestros nos han enseñado la cartografía, el camino para ello. Y es que se requiere un profundo anhelo del alma, una decisión de guerreros. Al respecto, ilustro esto con un cuento antiguo de la India:
SOY TÚ
  Era un discípulo honesto. Moraba en su corazón el afán de perfeccionamiento. Un anochecer, cuando las chicharras quebraban el silencio de la tarde, acudió a la modesta casita de un yogui y llamó a la puerta.
  --¿Quién es? -preguntó el yogui.
  --Soy yo, respetado maestro. He venido para que me proporciones instrucción espiritual.
  --No estás lo suficientemente maduro -replicó el yogui sin abrir la puerta-. Retírate un año a una cueva y medita. Medita sin descanso.
Luego, regresa y te daré instrucción.   Al principio, el discípulo se desanimó, pero era un verdadero buscador, de esos que no ceden en su empeño y rastrean la verdad aun a riesgo de su vida. Así que obedeció al yogui.
Buscó una cueva en la falda de la montaña y durante un año se sumió en meditación profunda. Aprendió a estar consigo mismo; se ejercitó en el Ser.
  Sobrevinieron las lluvias del monzón. Por ellas supo el discípulo que había transcurrido un año desde que llegara a la cueva. Abandonó la misma y se puso en marcha hacia la casita del maestro. Llamó a la puerta.
  --¿Quién es? -preguntó el yogui.
  --Soy tú -repuso el discípulo.
  --Si es así -dijo el yogui-, entra. No había lugar en esta casa para dos yoes.
  *El Maestro dice: Más allá de la mente y el pensamiento está el Ser. Y en el Ser todos los seres.
El discípulo entendió que para ser recibido por su maestro tenía que limpiar de su alma y su mente las impurezas del Yo, del ego. Cuando respondió en la segunda ocasión a la pregunta ¿Quién es? El discípulo dijo: “Soy tú”, ya no había egoísmo en él y era Dios quien hablaba por él.

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