Ética y civismo
Prócoro Hernández Oropeza
Hoy la sociedad mexicana padece de una crisis de valores, lo
cual se refleja en distintos aspectos, como violencia, drogadicción,
criminalidad, divorcios, intolerancia y falta de respeto. Antes era obligado el
saludo a quien se encontrase en el camino. El buenos días, buenas tardes, a
pesar de que las personas no se conociera era un signo de respeto y atención,
pero fundamentalmente de civilidad.
Esta civilidad se aprendía en la familia, en primer término
y en la escuela en segundo aspecto. Los maestros eran estrictos e incluso
usaban la regla o un pedazo de madera para llamar la atención a quien no se
comportara correctamente en clase. No significa que ese era el mejor método ni
tampoco lo justifico. Recuerdo cuando en cuarto año de primaria, el maestro le
dio tres fuertes golpes con una regla a un compañero por un acto que no merecía
tal castigo. Aún permanecen en mi
memoria aquellas palabras que el alumno le replicó al maestro: “un regaño me
hubiese dolido más que estos tres golpes que me ha dado, maestro”. El profesor
sólo guardó silencio y no volvió a usar ese madero, cuando menos durante el
periodo escolar que nos tocó con él.
En secundaria nos impartían la materia de civismo. El
maestro nos proporcionaba ciertas herramientas para comportarnos como buenos
ciudadanos. Esa materia, tengo entendido, se eliminó hace tiempo de los planes
curriculares. Civismo significa civilidad y no sólo se circunscribe a
transmitir teorías o normas de conducta, sino a cómo comportarnos éticamente, a
favorecer las actitudes cívicas, a vivir como un ser civilizado. No es “buena
educación” ni “reglas de urbanidad”, se trata de ensenar a cultivar las formas
de respeto hacia los demás, a contribuir que la convivencia cotidiana sea
pacífica, solidaria y agradable.
Confucio decía: “No hagas a otros lo que no quieras que te
lo hagan a ti”. Esa debiera ser una de las premisas fundamentales para la buena
convivencia y civilidad. Si no quiero que me golpeen, me ofendan o me
critiquen, debo evitar hacerlo. Una educación que nos enseñe a entender y
comprender que todos somos una gran familia y somos por tanto parte de una gran
unidad. Que nuestro origen es divino, no somos la sombra ni los esclavos del
ego, de ese demonio que nos tiene dormidos en su gran ilusión.
En lugar de estimular el respeto por los demás, la
solidaridad, el amor, la paz interior, la humildad, la templanza, diligencia,
el gusto por lo que otros tienen, el sistema educativo fomenta lo contrario: la
competencia, el orgullo, la vanidad, la avaricia o la envidia, la riqueza y el
éxito personal a cualquier costo. Esto, a la larga sólo genera frustraciones,
angustias, depresión, baja auto estima y de paso la búsqueda de formas más
rápidas para acumular fortuna, poder o prestigio. El narcotráfico es una de
ellas y otra no menos importante, la búsqueda del poder político, sin tomar en
cuenta la ética o el respeto por los demás.
Sin una educación que enseñe a vivir de otra manera, la
persona aprenderá sólo a pensar sí misma y en sus intereses, y no en el
bienestar de los demás, ni mucho menos a fomentar el amor y la compasión, la
solidaridad y el respeto por la vida. Se fomenta, en todo caso sólo el aspecto
negativo del hombre o la lucha por la sobrevivencia, estimulando los instintos,
el centro motriz, intelectual, sexual y emocional, los centros inferiores que
mueven nuestra máquina humana.
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