El arte de escribir, la misión del escritor
Prócoro Hernández Oropeza
Última de tres partes
En la visión del mundo está
obviamente implícita la misión del escritor y de las letras. Para José Luis
Martínez, las letras nos revelan el secreto de nuestro corazón y el de la
naturaleza y nos enseñan a conocer mejor los caminos y los litorales de
nuestros pensamientos y nuestros sueños; su tela es sustancia de nuestra alma.
En Marcel Proust, por ejemplo, su preocupación por la
captura y la eternización del tiempo puro, se traduce con invisible maestría en
sus frases movidas por esa ansia que se
alarga, traza cálidos golfos, sigue largas sinuosidades. Aldoux Huxley posee
una visión del mundo como la de un laberinto en que las soledades de los
hombres y su entera impotencia para con el mundo y sus nociones se develan
ignoradas entre sombras, pero trazando con su ceguera un concierto en el que
cumplen sin saberlo sus destinadas partituras.
José Saramago, en su novela El
hombre duplicado nos omite el punto y con puras comas nos narra unos
diálogos maravillosos, sólo empleando la mayúscula para indicarle al lector
donde empieza un enunciado nuevo o un diálogo diferente. Pero sobre todo para
reflexionar sobre la condición humana, el encuentro con su mismidad y su
otredad, la individualidad y la coincidencia, el alma que se debate con las
coincidencias del destino o del azar.
El escritor, depositario y agente
de estas grandes misiones de las letras, es no sólo la gala de su tiempo, sino
su conciencia activa. Él es la antena invisible que recoge el eco del pasado,
el pulso del presente y avizora aún, las
prefiguraciones del porvenir. Todos los grandes movimientos espirituales de la
humanidad, todas las grandes conmociones y crisis, indica José Luis Martínez,
han nacido de esa conciencia activa, creadora de pasiones y sentimientos,
espejo y molde de nuestras almas.
Stephan Spender refiere que los
poetas comienzan a ver claramente la tarea que les espera: expresar lo que
sienten en su alma los millares y millares de hombres que viven con ellos en
estos tiempos apocalípticos. Por ello, la más grande tarea que queda por hacer,
después de la poesía de la desesperación, habrá que escribir la poesía de la
esperanza. Denis Rougemont, por su parte, habla de otra misión del escritor: La
de conservar la pureza del lenguaje. El verbo es el vehículo de las ideas y las
creencias, el órgano de comunicación con nuestros semejantes y nuestro rastro
en la eternidad.
Resumiendo, la misión del
escritor, es entonces, dar a cada uno de los conceptos que nos mueven, tan
acusado y nítido dibujo, tan cristalina transparencia, que denuncien con
lealtad la sustancia que transportan. El destino del escritor, prescribe José
Luis Martínez, es el de ser un integrador y enriquecedor de la personalidad del
hombre, conciencia activa de la época, testimonio extremadamente sensible de
las peripecias del espíritu y orientador incansable de sus pasos.
En cuanto a la visión del mundo,
toda obra lleva implícita una visión peculiar e intransferible del mundo, una
especial atención para ciertos aspectos y unos modos especiales de enfoque y de
traducción conceptual, de esos aspectos seleccionados. Y cada una de estas
visiones, manifiesta José Luis Martínez, lleva implícita su propia fisiología respiratoria
y su propia organización interna. Es decir, cada visión del mundo exige una
técnica propia y, cuando el escritor logra expresarla, su creación se nos
presenta como una obra maestra. Y es una obra maestra porque viene inspirada
por nuestro centro intelectual superior.
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