Reflexiones cotidianas







Nuestra ceguera

Aunque estamos despiertos y podemos percibir el mundo con todos sus colores, volumen, forma, espacio y tiempo, en realidad estamos como dormidos o ciegos. Hemos perdido la capacidad de percibir más allá de lo que captan nuestros cinco sentidos y somos incapaces de ver otras realidades. Y ni aún con nuestros cinco sentidos captamos todo lo que nos rodea en este mundo tridimensional.
Como andamos con decenas de pensamientos y preocupaciones, tensiones y deseos, nos movemos en el ayer o en el mañana y poca atención ponemos a la belleza de un atardecer, a esa alfombra verde que cubre las montañas, el mar de jade que a veces semeja un espejo, el eterno sol cuando se va a la cama o la luna cuando  se desliza por la ventana y nos cobija con su falda.
El escritor portugués, José Saramago escribió una novela, “Ensayo sobre la ceguera”, que describe en parte nuestra realidad. Aunque sus personajes quedan ciegos por una epidemia desconocida llamada “Ceguera blanca”, lo interesante y lo sabroso en Saramago, me refiero a sus obras, es esa capacidad de percibir los mínimos detalles que ocurren alrededor de un evento. Inicia su novela con esta magnífica descripción: 
“Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta del hombre verde.  La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague,  mantenían los coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba paso libre a  los automóviles tardó aún unos  segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una de  las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la expresión común.
Al fin se encendió  la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de  en medio está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se le agarrotó la palanca  de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones que se está formando en las aceras  ve al conductor inmovilizado braceando tras el parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia donde no moleste.
Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente, como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego”.
 En la literatura de Saramago se percibe un estado de agudeza y observación de los detalles, que  muchos hemos perdido. Y como en “Ensayo de la ceguera” siempre buscaba encontrar el sentido de la vida, denunciar esta ceguera que nos oprime. José Saramago traza en este libro una imagen aterradora -y conmovedora- de los tiempos sombríos que estamos viviendo y se pregunta si en un mundo así, ¿cabrá alguna esperanza?  Sí la hay, claro que existe. Para recuperar esa lucidez y rescatar el afecto, la ética del amor y la solidaridad es necesario volver hacia nuestro interior. Entender que no somos la oscuridad, somos divinos, producto del amor. Nuestra esencia es luz, sabiduría y amor, sólo es preciso reconocerlo y vivirlo momento a momento. Abrir los ojos de dios para descubrir que somos producto de un plan divino y hermoso.




El ritmo de la vida


La vida de cada ser debe poseer movimiento, ritmo y sincronía. La calidad de estos tres aspectos va a depender de la sensibilidad, cultura, educación, pero sobre todo de su nivel de conciencia.  Un artista puede tener mucha sensibilidad, pero su ritmo de vida puede ser desastroso, acelerado o aletargado y sólo cuando entra en momentos de reposo puede transmitir sus estados de ensoñación o de lucidez.
Un profesionista puede poseer mucha cultura y educación, pero si es muy racional su ritmo de vida, sus movimientos y su sincronía con la realidad y sus semejantes puede ser estresante, muy dinámica o de plano muy lánguida o decadente. Conozco personas muy intelectuales, con mucha información en su centro intelectual, pero vacíos en el plano emocional, mucho más en el espiritual. Eso los lleva a perderse en el alcohol o las drogas, el cigarro o el aburrimiento, o en última instancia en el sexo.  No existe sincronía con sus diversos centros emocional, intelectual, motriz, instintivo y sexual.
Una vida en equilibrio opera con ritmo, con el ritmo del universo, sin apegarse a las personas o las cosas. Vive en el centro de su Ser, con plena conciencia y desde ese centro observa su vida, sin identificarse con sus pesares o dramas. Es un ser despierto que sabe utilizar con sabiduría sus cinco centros inferiores: motriz, intelectual, sensitivo, emocional y sexual. Vive más conectado con su centro emocional  e intelectual superior. Si le agobia un problema en plano intelectual, con esa mente que no para de enjuiciarlo, acosarlo y meterle miedo o presión, puede analizar ese drama mental y desidentificarse de él, sin que le afecte más.
El filósofo chino Lin Yutang afirma que, desde un punto de vista biológico, la vida humana es casi como un poema. Tiene su ritmo y su cadencia, sus ciclos internos de crecimiento y decaimiento… Deberíamos ser capaces de sentir la belleza de este ritmo de la vida, de apreciar, como hacemos en las grandes sinfonías, su tema principal, sus acordes de conflicto y la resolución final. Los movimientos de estos ciclos son casi siempre iguales en la vida normal, pero la música debe ser dada por el individuo mismo. En algunas almas, la nota discordante se hace más y más áspera, y finalmente abruma o sumerge a la melodía principal.
A veces la nota discordante gana tanto poder que ya no puede seguir la música, y el individuo se mata con una pistola o salta a un río. Pero esto es porque su leitmotiv original fue apagado ya sin esperanza, por falta de una buena autoeducación, por falta de conciencia.
Nadie puede decir que una vida con niñez, virilidad y ancianidad no es una hermosa
concertación; el día tiene su mañana, mediodía y atardecer, y el año tiene sus estaciones, y bien está que así sea. No hay bien ni mal en la vida, sino lo que está bien de acuerdo con la propia estación. Y si asumimos este criterio biológico de la vida y tratamos de vivir de acuerdo con las temporadas, nadie sino un tonto envanecido o un idealista imposible negaría que la vida humana puede ser vivida como un poema.
Entender nuestros ritmos y vivirlos en plena consciencia y si apegos, nos otorga la libertad necesaria para vivir en sincronía con las personas, el tiempo, el mundo, las cosas, simplemente disfrutando y asumiendo nuestra responsabilidad por todas nuestras creaciones, sin juzgarnos ni envanecernos. Sólo siendo la manifestación de Dios viviendo a través de nosotros. Siendo como él es.

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